José Lezama Lima : La mar violeta añora el nacimiento de los dioses,
ya que nacer es aquí una fiesta innombrable,
un redoble de cortejos y tritones reinando.





LA RAZÓN DE UN NUEVO BLOG

Este Blog viene a llenar un espacio, donde los poetas y escritores noveles, que apenas comienzan a expresarse literariamente y no encuentran un sitio donde promover sus propias creaciones, puedan dar a conocer sus obras de modo original, sin sufrir ediciones.
Creemos, y esta es nuestra propia experiencia, que una vez que el propio autor revisa concienzudamente sus trabajos, va a ir él mismo encontrando la manera particular de editarlos. Es por eso, que además de publicar esos incipientes intentos literarios en nuestro Blog también ofrecemos un material didáctico que hemos extraido de numerosas fuentes para que ayude a la formación autodidáctica de nuestros amigos colaboradores.
Nosotros no corregimos estilos, ni hacemos ediciones. Solamente nos permitimos corregir los posibles errores ortográficos, el resto de la estructura de la obra literaria y estética se mantiene incólume.
Creo que este es un pequeño esfuerzo que bien vale la pena realizar para garantizar la continuidad del patrimonio literario y estético de las generaciones futuras, evitando así que se frustren talentos y capacidades que vendrán, sin dudas a enriquecer nuestra valiosa herencia cultural hispanohablante.
René Dayre Abella
Editor.

sábado, 6 de febrero de 2010

TRÁGATE TU IRONÍA ® * Publicado por JAVIER MONROY C .

La ironía es una tristeza que no puede llorar y sonríe
Jacinto Benavente

Salió temblando de la ferretería. Dio la vuelta a la esquina, mientras ensayaba un nuevo método de aquietar sus manos (antes se burlaba de la fisiología de las hojas muertas; ahora entendía el poder dictatorial del viento sobre ellas).

Mientras atropellaba un pie con el otro, le pareció que una vecina lo saludaba de lejos con la mano. Se calmó al ver a un malhumorado anciano espantando lo que parecía una terca avispa.

La decisión no estaba madura, pero creía más fácil ejecutarla con las herramientas cerca. Estaba harto de los ‘métodos caseros de morirse’, de treintaiochos recicladas, cuchillos de cocina, sogas de albañil, ansiolíticos licuados, venenos para rata. La muerte voluntaria –pensaba- no debía ser un acto íntimo, tampoco gregario. Debía constituir una declaración, un manifiesto postexistencial, una pública puesta en escena. Los demás tenían derecho a participar de una resolución a la que también habían contribuido.

Se había hecho de dos desarmadores extralarge, guantes con revestimiento de asbesto para aislar la corriente eléctrica, una llave ‘pata de cabra’ y cuatro mancuernas de hierro puro.

Le parecía algo menos usual subir hasta la azotea de su edificio, romper con los desarmadores y la llave el acceso a la sala de máquinas del ascensor, manipular –guantes de por medio- algunos controles y cables, bajar al quinto piso, esperar a que alguien se pare a su lado, llame el elevador, y se abra la puerta, al vacío, con él como único pasajero cargado de pesas de hierro, y con un único testigo, vicario de la humanidad cómplice.

Sin embargo, tantas veces había pospuesto esa determinación, que ahora le martillaba la conciencia de si realmente deseaba largar todo al traste o actuaba por mero automatismo psíquico relativo (ese ‘pensamiento aburguesado’, que tanto criticaba en quienes consideraba peones del sistema).

Pensó que tal vez un examen más –uno más- sobre el peso cualitativo de su existencia podía servir para un dictamen final. ¿Acaso no era un axioma ver cinco veces la misma película y producir distintas interpretaciones?, se repetía.

Mientras cruzaba el parque, las ramas de los árboles le semejaban adustos jueces que le instaban a ser honesto consigo mismo, por vez primera (en la vez final). El ruido polifónico, masivo e indeterminado que envuelve cualquier espacio público, ahora parecía otorgarle un respetuoso silencio que le asegurara concentración y exclusividad sentipensante. Delante suyo, una bolsa plástica se erizaba en movimientos circulares, por la voluntad de una traviesa corriente. Esa es la metáfora de mi vida, se decía, con una sonrisa de medio lado.

Reflexionó entonces, casi llego a la quinta década y, a diferencia de mis pares, no cumplí con las expectativas del período natural de acumulación de bienes (no tengo una casa propia, ni auto, ni cuentas bancarias, y ni siquiera puedo pagar para que los domingos el periódico llegue a casa con el desayuno). En cualquier caso, todo lo que tuve lo perdí, sea por negligente, por buena gente, por dadivoso o por baboso. Al mismo tiempo, cancelado está ese promisorio horizonte que me auguraban mis maestros de escuela y luego de universidad (“ese chico es brillante y no sólo por su cociente intelectual, sino porque, a despecho de sus cortos años, ha comenzado a construir una visión del mundo de una racionalidad sólida e infrecuente”). Tampoco conseguí titularme en ninguna de las dos carreras que terminé. Tengo a cuestas dos divorcios, ningún hijo y ningún activo en la cuenta de la vida, diría Stephen Covey (sí, el de los 7 hábitos). Claudia, la única amiga que me llamaba el día de mi cumpleaños, se ha alejado también, de forma inexplicable. Mi padre murió sin que lograra reconciliarme con él. Mi terapeuta me confió que no podía seguir atendiéndome gratis. Y una vida moteada de mujeres, coca, alcohol y depravación me ha forjado una imagen imborrable e innegociable, que me cierra todas las puertas y regocija a mis enemigos gratuitos.

Pero lo que horadaba más a este ente de temperamento explosivo y débil carácter –sí, era posible que hubiera más- era haber logrado configurar una matemática de la vida, que después de todas las ecuaciones, teoremas y cuadraturas posibles, condenaba a la humanidad a una eterna dinámica conspirativa. A un modelo de exacción e iniquidad que nada que uno hiciere podría cambiar. Había probado que nueve de cada diez habitantes del planeta vivían en mundos paralelos sin advertirlo. Y, lo que le parecía peor, sin destrezas ni ganas de cuestionarlo. Y se reconocía exhausto de llamar la atención, de divulgar “las cosas como son”, de desasnar a cuanto gaznápiro se le cruzara, de arar en el desierto. La respuesta era casi siempre similar: “este tío habla huevadas”. Ante semejante escenario de resignación, mediocridad y oligofrenia extendida, para qué esforzarse. Ratificaba, como en la vieja canción, que ‘I don’t fit in here’.

Bajo esa coordenada fatalista e irreversible, maduraba sus ideas, pero, extrañamente, el hoyo negro vital comenzó a transfigurársele hacia un final en que, como un reinicio, la razón debía ceder a la pasión por quienes amaba, cualquiera fuera la idea de amor que, en ese momento, cupiera en su lexicario.

Sentía que aunque el mundo le pareciera sólo gris, atosigado de mentira, con una vocación natural por la autodestrucción y envuelto en uno de los infinitos multiversos, en lo personal, aún poseía esa idea libertaria y ultramontana que aprendió de Platón. Todavía era posible que sea él quien rigiera su destino, que optara sobre la gama que ‘la matrix’ le presentara. Si nada podía hacer por enmendar el pasado –ni siquiera ‘torciendo el tiempo’, como teorizaban los oráculos del laboratorio de propulsión de la NASA-, al menos le estaba dado elegir su día, hora y forma de fijar el acabamiento de su presencia terrenal. Y se cerró en que no quería que fuera de inmediato. Decidió abandonarse al amor por su familia, la única que siempre estuvo a su lado, a los libros y a ayudar a los más necesitados. Esto último, dicho con sarcasmo y frescura.

Cuando salió del parque, embebido en tales fecundas divagaciones, quiso cortar distancia a su departamento por una callecita poco transitada, pero que él conocía desde los ocho años, como a él lo conocían los que la frecuentaban.

El golpe fue seco.

“Es un tosco saludo-consigna de uno de estos parroquianos adictos”, se decía, al tiempo que apoyaba una mano en el muro. Pero el temblor de piernas, el mareo, la cianosis y la convulsión subsiguientes lo trajeron a la realidad.

Cuando pasó la mano por debajo de la última costilla izquierda, se dio con el mango de un cuchillo de zapatero enterrado al tope.

"Ah, mierda!, debe ser algún novato recién llegado al barrio, que no sabe quién soy" (la verdad, andaba tan ido que no recordaba el ultimátum dado por su dealer, al que debía ya cuatro mil dólares en deliveries, que nunca se honró en pagar).

El sicario fugó con su única posesión valiosa, un rólex ganado en un casino limeño a un ludópata turista japonés.

Mientras repasaba su vida a novecientos cuadros por segundo, se juraba que no caería a manos de nadie, sino de sí mismo y cuando él lo decidiera. No habría nadado tanto para morir en la orilla, a instancias ajenas. “Ningún parásito, hijo de puta ignorante, vómito de la Creación, va a despojarme de mi única posibilidad de ser libre, de elegir mi muerte, que me rehúso a que sea hoy”.

Dicho esto, y con veinte minutos transcurridos desde el asalto, optó por extraerse el metal del cuerpo de un brusco tirón.

Una hora después, el forense le leyó a la atribulada madre la epicrisis (hoja de ocurrencia): fallecido por ‘shock hipovolémico (insuficiencia circulatoria) debido a herida punzo-cortante en la arteria esplénica descendente”.

A manera de consuelo, el médico le confió a la octogenaria que la muerte “fue rápida”. “Le encontramos el arma blanca en la mano; por lo que presumimos que él mismo se la extrajo. Lo paradójico es que si la hubiera dejado donde estaba, el metal hubiera cumplido la función de tapón, y él habría llegado vivo al hospital”.

La madre, con un tono mezcla de orgullo e incertidumbre de ultratumba, comentó en voz alta: ‘Él sabía de todo. Es raro que no estuviera al tanto de eso'.



© Javier Monroy



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